Un blanco arena de desierto se extiende, tranquilo, en calma. Como pequeñas huellas, las gotas de agua juegan a hacerle travesuras sobre la piel. El vestido se le enreda en el alma, por culpa de esta maldito viento de tormenta. La nubes claman, gritan y rugen, se mueren de ganas de hacerle el amor, entre rayos y estrellas. El aire, veloz, se cuela entre los pliegues de la ropa, casi como si la fuese a desnudar, pues con las prisas se dejó la ropa interior en el cajón de los lazos y encajes. Todo el mundo huye y se esconde "menos mal que llegamos a tiempo, hay que ver la que está cayendo". Mientras ella cierra los ojos y deja que la llenen de alegría y melancolía, de contradicción en estado puro, de aquella esencia que perdió hace tiempo en alguna isla perdida del mundo. Chispas, cayendo como de una bengala, se abalanzan hacia abajo, iluminadas por estas farolas anarajnadas. Se vuelven agua al chocar con las hojas de los árboles, de la piel del desierto bajo la luna. Nunca l...