Cuentos de una exstencia.



Bueno, aquí una de mis novelitas puzzle, de historias entrecruzadas. Este capítulo está especialmente dedicado a Firea y a Alfredo, que aunque no me dejan comentarios (Firea porque ya me los deja en la Hermandad del Bosque y Alfredo porque es un negado para usar el blogger este xD) son una de mis motivaciones. Alfredo, gracias por animarme aún y cuando ya no tengo fuerzas para ponerme delante del papel en blanco. Gracias por hacerme la pelota cuando peor pienso que escribo. Pensé que "desorden" te gustaría, así que espero que disfrutes. Espero que encuentres el momento de leerlo y aquellas cosas que te lo impiden desaparezcan. Me gusta ser una de tus revistas favoritas.



3- Desorden.


Otra vez había estado en casa recogiendo sus libros. Pero había sido muy cuidadosa, saliendo antes de que yo llegara del trabajo. Siempre evitándome. Maldito turno de noche, no tenía ni ganas de enfadarme con ella. Me llevé las manos a la cara. Definitivamente necesitaba afeitarme. Eran las diez de la mañana y debía acostarme si no quería vagar como un zombie el resto del día. Y necesitaba aprovecharlo, llenar la nevera y cosas así. Bueno, puede que aún tuviera algo de tiempo para un café. El sabor del café atravesando mi garganta me producía un intenso placer. Su aroma invadiendo cada papila gustativa. Su amarga fragancia subiendo hasta mis fosas nasales me calmaba, apenas me afectaba la cafeína, mi organismo ya estaba tan inmunizado como si me hubieran vacunado contra él de pequeño. Y sentirlo en mí quizás era un placer mucho mayor al físico.

Me dirigía a la cocina y puse en marcha la cafetera. El aroma tostado embotaba mis sentidos como una peligrosa droga. Llevé la taza a la mesa de la cocina y traté de sentarme en su sitio, para evitar los recuerdos y cambiar la perspectiva, buscando una ruptura en la rutina de mi ángulo de visión. Era una técnica nueva que intentaba desarrollar últimamente. Pero no funcionaba. Así que mi taza y yo nos fuimos a la mesa del comedor, huyendo de los recuerdos que me asaltaban en la cocina. Perfecto. Estaba jugando a mi mismo juego. Se había dejado un libro en la mesa del comedor. Así no iba a funcionar ningún juego… Miré la portada. “La señora Dalloway”.

-Te he leído mil veces en tus libros subrayados.- Le dije a la casa vacía, como ella si pudiese oírme.- A veces creo que hasta he llegado a conocerte… y cuanto más me acerco…-

“Más te alejas” pensé somnoliento. Así que ésta vez iba a ser la Señora Dalloway… abrí una página al azar… “Amar nos separa de los demás”. Eso era, otra vez me habías leído el pensamiento y habías respondido sin voz. Ese era su estilo, siempre muda: llegaba, levantaba una ceja, te miraba a los ojos, profunda e infinita, te dejaba una carta sobre aquella almohada que ya había impregnado con su fragancia y todo tu mundo se desmoronaba. Se iba igual que llegaba, en silencio, de la forma más sorprendente y como si siempre hubiese estado ahí. Su pluma, afilada espada, podía atravesarte las entrañas hasta matarte o acariciarte delicadamente. Y nunca se separaba de su pluma. Casi llegué a pensar en ella como en un amante. Me había robado tantas horas de su tiempo que no pidía sino odiarla. Se sentaba sobre la mesa de la cocina iluminada por el sol a las diez de la mañana. Una mañana como ésta. Cuando estaba con su pluma, o con el teclado, parecía secuestrada. Busqué al azar otra página, subrayada, releída y desgastada. Estupendo, una mancha de carmín. De mi marrón chocolate preferido, ese que tanto me divertía arrancárle a besos. Ahora también lo compartía con “La señora Dalloway” y el resto de sus amiguitos con páginas.

“Estás hecho un asco” me dije a mí mismo. Definitivamente necesitaba dormir. Aquellas copas de más con las chicas de la barra no me habían sentado muy bien. De alguna forma tenía que animarme, por lo menos mientras trabajaba. Y el bar del hotel estaba abierto las veinticuatro horas. Después de estar ocho en la recepción aguantando memeces necesitaba despejarme, pero el alcohol ya no me sentaba tan bien como cuando tenía veinte años. Apuré el café deshaciendo mis pensamientos al agitar mi mano en el aire. Intenté alejar cualquier cosa que atravesara mi cerebro. Me levanté con el libro en la mano, cogiéndolo por la contraportada en una actitud de maltrato que me reconfortó tanto como el café y me enfilé pasillo arriba. Mis pasos sonaban torpes por el agotamiento. Me fui desnudando por el pasillo con la mano libre: me saqué la camiseta por el cuello y desabroché mis vaqueros. Por fin llegué a mi meta, me dejé caer sobre la cama, haciendo un ovillo con los vaqueros, lanzando las botas a un lugar cualquiera de mi habitación y dejándome caer como una pesada mole de hormigón. Pronto el cansancio se apoderó de mí, y durante ese instante entre el sueño y la vigilia tiré el libro de tapas blandas fuera de la cama. Un intenso sopor se apoderó de mí en cuestión de segundos.

Una voz de azafata aterciopelada me susurra “amar nos separa de los demás” y lo subraya con cada sílaba melodiosa emanando desde el altavoz y hasta alguna parte de mi mente. En realidad es una canción que escucho mientras cojo el metro. Me siento entre dos chicas de las cuales no miro ni la cara. Sé que una de ellas es preciosa, con un cuerpo esbelto y digno de mirar. Me fijo un poco más en cada detalle: Se encuentra mirando al vacío a través de las ventanas del tren. No escucha música, ni lee, solo mira al infinito. De vez en cuando mira el libro de su compañera de asiento con algo de interés. La miro mientras lee el libro del asiento de al lado. Sus rasgos son dulces, de cara ovalada, ojos de avellana alargados y labios carnosos. La miro con cuidado, despacio, hasta que se pierde de nuevo a través del cristal ahumado de tren. Lleva el cabello destartalado sobre los hombros, el viento ha despeinado cada mechón y entre lo distraído de su mirada y el desorden de su pelo castaño claro, dan ganas de tomarla entre los brazos y protegerla del viento, la lluvia y cualquier cosa que le cause ese mirar perdido. Me acomodo un poco más en el asiento y pienso en el destino del tren. Tenía tantas ganas de salir de la ciudad. El tren iba a salir pronto a la superficie, rozando de nuevo la luz del sol. En cuanto saliera cogería el tranvía a la playa.

Mi tranquilidad se desmorona cuando el tren se parte en dos. Ante mis ojos atónitos el vagón se quiebra entre gritos, chispas que saltan y un sonido ensordecedor y metálico. Mis ojos se posan instintivamente en la joven de mi lado. Grita presa del pánico. Yo solo puedo pensar en protegerla. Los pasajeros corren desesperados buscando un lugar seguro, mientras el tren recorre la vía desenfrenadamente. El libro de la mujer que había a dos asientos del mío vuela por los aires. La joven se me abraza, en un arrebato instintivo, y yo siento su cálido cuerpo en mi pecho. Respira de forma desbocada. Casi parece llorar silenciosamente. Mis manos se posan en su espalda, intentando calmarla. Pero hay algo húmedo que recorre mis manos, primero lentamente, con un goteo suave y luego de forma rápida e ininterrumpida. Puedo sentir con las yemas de mis dedos una brecha en el tejido de su suéter de lana. Un gran boquete que deja una herida al descubierto. Nervioso, desgarro una de mis mangas para cubrir la herida y que no pierda más sangre. La chica llora silenciosamente mientras el caos reina por doquier. Intento tranquilizarla “todo va bien, yo estoy contigo”, Pero no responde. Comienzo a perder los estribos. Aquella desconocida no responde. Solo solloza. Intento tranquilizarla mirándole a los ojos. Con mis manos ahogadas en su sangre tomo su cara y la vuelvo hacia mí. Sus mejillas se encienden pintadas por el líquido. Y la desconocida se convierte en la lejana sombra de alguien que conocí hace mucho tiempo. Tanto que ya no recuerdo. No recuerdo ni su nombre, pero sin duda es alguien antigua, una compañera de viaje que ha cambiado de forma tantas veces. Alguien a quien he amado infinidad de veces y he perdido otras tantas. Alguien que alguna vez fue una parte de la misma alma a la que yo había pertenecido. Ella, que en origen había sido lo mismo que yo. Entendí que la perdía. Si el guía de aquél tren nos condenaba a todos, yo permanecería a su lado, pues los guías a veces se equivocan. Pero allí estoy, a su lado, y esto es lo único que tiene sentido ahora. Quise secuestrársela a la muerte unos minutos más, solo unos minutos. Grito su nombre, cualquiera que fuera, pues se lo había robado el tiempo a mi memoria. Le dije que no tenía nada que temer, que pronto nos iríamos a la playa a la que tantas veces nos escapábamos. Y ella me mira, desde unos ojos avellana bañados en lágrimas. Y no dice nada. El silencio nos roba el tiempo entre dos respiraciones.

Unos brazos rodeaban mi torso. A caballo entre un vagón de metro despedazado y mi cama, dos firmes senos se adherían a mi espalda desnuda. Unos labios carnosos besaban el lóbulo de mi oreja. De nuevo me sentía en calma, casi estaba olvidada la catástrofe del ten. No había sangre, ni lágrimas, ni sollozos, ni pérdida. Los gritos habían desaparecido. Solo suaves besos. Su aliento recorría mi mandíbula, bajando hasta mi cuello. Me abrazaba fuertemente, con intención de despertarme. La luz del día moribundo se filtraba a través de las cortinas del dormitorio. Y entonces una voz enmudecida por el silencio dijo:

-Ya he vuelto. Todo tiene sentido. La vida es maravillosa.-

Comentarios

  1. A vore si ara si puc comentar. Em digueres que havies solucionat el problema.
    Gràcies, xicona, per dedicar-me'n un.
    Bes

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