Cuentos de una exstencia.


Aquí la va la última parte, la historia de por sí ya tenía un poco el punto y final, pero aún así esto lo remata (sin dejar la historia cerrada del todo). Para aquellos que lo han seguido, gracias en primer lugar, y en segundo, pues que me deseen suerte porque "Cuentos de una existencia" está recién enviado al concurso literario del CADE de este año... ¡Qué nervios! espero vuestras opiniones como hasta ahora.

5- Encuadernado.

Dicen que los objetos no tenemos alma. En algún momento un perfume nace, en la mente de su creador, y muere, en el pálido cuello, adornado por perlas, de alguna joven, volatilizándose poco a poco y perdiendo su esencia. Yo no muero, permanezco a cada instante, infinito y cambiante, sobre mis tapas encuadernado. Yo tengo cuerpo, que es mi papel, la tinta, que recorre con largos trazos cada fibra de mí, podría ser mi sangre. También tengo alma, esencia, o cualquier sinónimo que se le pueda pasar a uno por la cabeza: sinónimos. Sí, conozco muchos sinónimos, casi más que cualquier persona. No solo los que llevo grabados en mis páginas, sino aquellos que nunca llegaron a escribirse. Y aquellos que al darme vida, leerme o escucharme, se perdieron en el íntimo instante que compartimos la persona que los creó y yo. Los mundos de la fantasía, imaginarios, son complejos. Viven, de alguna manera en mí, y en todo lo que soy y lo que no soy. Es curioso plantearse cuántas horas de sueño le he robado a la que me dio vida. Pensando en mí noche tras noche, de una forma más profunda que aquello a lo que llaman amor, que es una simple palabra que encierra miles, millones. Y aún así, ella me piensa de forma infinita e incomprensible, no es amor, diría yo, ni reverencia, pero si pudiese comparase con algo, sería más bien como el amor de madre. Pero una madre siempre es una gran desconocida para el hijo o la hija. No, no es amor de madre. Es más que eso.


He sido forjado en la belleza. Cada parte de mi todo trata de alcanzar lo hermoso, el equilibrio y la armonía. Mi lugar de nacimiento es, cual Atenea, la mente de mi autora. Y al darme a luz recibo cuerpo, tras un período de gestación que a veces son minutos y a veces años. Y a veces nunca estoy totalmente completo, ya que mi crecimiento continúa tras mi parto como un eterno renacer. Soy un libro de cuero, comprado en Florencia, como regalo. Mis hojas estaban en blanco y yo dormía, envuelto en papel de seda. Un día el papel de seda cayó al suelo, rasgado con nerviosismo, y llegué al mundo. Junto con mi llegada, nacieron personajes, que han ido cambiando con el tiempo, de aspecto y forma de actuar. Todos ellos, todos los lugares en los que han estado, sus pensamientos, su dolor y tristeza, su alegría y júbilo, son mi cuerpo inmaterial y etéreo. He acompañado a mi creadora en cada momento de su vida. A veces, de madrugada, garabateaba unas palabras en más páginas, suspiraba hondo y me ponía en un lugar de su pecho donde más intensamente se escuchaba latir su corazón impaciente. Casi como la melodía humana más hermosa. Y me llenaba de él, como si de una percusión frenética se tratase. Cada trazo de la pluma sobre las hojas era un expirar o inspirar en mis pulmones inexistentes. Y esa era mi vida. Había visto nacer fragmentos de vida, paciente, desde amaneceres, hasta conversaciones que se pierden para luego ser olvidadas. De cada resquicio del cielo, de cada nube, nacía un sueño, del cual a su vez nacían unos protagonistas que a su vez creaban una historia digna de contar. Había observado eso a lo que llaman existencia. Y yo era uno de sus cuentos.


Y allí me encontraba, con mis páginas abiertas, sobre una mesa de escritorio, en un despacho, al lado de un trasto portátil de estos, Esperando. No había sido abandonado, de ninguna manera, solo que ella se había marchado sin despedirse. Pero volvería. Compartía su vida con un chico de su edad, en la misma casa en la que yo me encontraba. Tampoco se despedía nunca de él. Simplemente se marchaba sin saber si volvería. Se marchaba a algún lugar desconocido para ella, a renovar sus ganas de vivir y de respirar. Respirar era una simple ecuación de escribir, y yo dependía de ello. A mi lado había cientos de billetes de tren y algunos de avión. Algunos hacia países extranjeros y lejanos y otros menos extravagantes. Los de regreso a casa no los guardaba. Había pasado largos meses fuera, de hecho no sentía que tenía casa. Su casa estaba allá donde iba. Eso molestaba mucho a su pareja. Le había costado muchas noches sin dormir, además de aquellas en las que trabajaba de forma nocturna. Algunos días, eran muy felices, se besaban constantemente, hacían el amor durante horas y desnudos sobre la cama hablaban sobre cualquier cosa. A veces muy seriamente, sobre temas trascendentales y profundos, otras solo se reían de estupideces y se hacían cosquillas mutuamente hasta acabar agotados. Cocinaban juntos embargados por la felicidad, fluyendo entre risas. Yo plasmaba esa felicidad, con cambios de nombre y espacio, quizás también de tiempo. Pero siempre nacía en mí todo aquello. Y un día, quizás a la mañana siguiente de esos días perfectos, ella desaparecía sin previo aviso. A veces habían discutido por la falta de atención de ella, por pasar más horas conmigo que con él, a veces por la falta de tacto, de comprensión artística de él. Entonces ella se marcharía llorando en silencio, llamaría a su editora y le diría que en veinte días lo tendría todo listo. Me llevaba a un café del centro de la ciudad y conversaba con la editora, que siempre escuchaba pacientemente. Le diría que tenía que marcharse una temporada, que escribiría regularmente y compraría un billete de avión o tren, sin importar el coste, lo más rápido posible. Y se marchaba sin hacer ruido, despacio, dejando una nota sobre la almohada.


Aquella vez era diferente. Me había dejado abierto en medio de la mesa y él me miraba cuidadosamente, quizás con miedo. Temía asomarse a mi interior como si fuese una ventana al infierno. Ya había pasado otras veces, sobre todo después de aquellas discusiones. Me miraba con algo de desprecio, odiándome secretamente por robársela. Después leía en mis páginas, detenidamente, dejando que cada palabra acariciara su alma, pues muchas las inspiraba él mismo. Descifrando cada garabato, reviviendo cada momento. Y suspiraba, y decía “¿Cómo no la voy a perdonar? Si es lo mejor que ha escrito nunca. No puedo enfadarme con ella por hacerme vivir un infierno, si después sale todo esto”. Y me dejaba cuidadosamente en el mismo sitio donde estaba y se marchaba. Le conocía muy bien. En esta vida, si es que han habido otras, se habían encontrado miles de veces de forma casual, incluso sin saberlo. Quizás sus almas sí lo sabían, ya que mi existencia se basaba en la esencia de las cosas, y eso lo comprendía muy bien. Sí, sin duda sus almas se habían reconocido, o bien en sueños o bien durante los breves segundos cruzados que habían compartido.


Era una historia hermosa, escrita también sobre mis páginas, pero siempre con otros nombres, lugares y en otras épocas. Ella había soñado miles de veces con él, de mil formas, a la luz de la luna, perdida en el mar, en el bosque o antiguas calles de adoquines mojados. Pero despertaba cada mañana y se dirigía a clase, perdida en medio de su existencia. Su vida le resultaba insulsa y sin sentido. Había estudiado una carrera esperando que le ayudara a escribir, pero se encontró con un enorme vacío. Había garabateado en mis páginas miles de historias, algunas personas la felicitaban incluso. Había ganado un concurso literario en una ocasión. Se sentía llena de vida durante aquellos momentos, pero después olvidaba porqué vivía. Había amado de forma desmesurada, hasta quedar vacía cuando se marchaban los amados. Aprendió a no vaciar nunca más todo su ser en nadie más. Solo cuando fuera el momento adecuado. Y entonces aparecía alguien interesante, capaz de mantener con ella conversaciones inteligentes y saciar sus deseos emocionales. Perezosa, desenredaba con cuidado las redes que había tejido para evitarse el dolor de las relaciones personales, y volvía vaciarse poco a poco. Amaba sin medida. Guardaba en su memoria el rostro de cada uno, lo recomponía en su fuero interno y plasmaba en mis páginas una armónica mezcla de sus facciones. Incluía algún defecto, alguna virtud y le daba vida al personaje en cuestión. Pasó por la carrera sin pena ni gloria, como suele decirse, pero feliz por haber leído más que nunca. Trabajó en un colegio como profesora tras sus estudios. Enseñar gramática no era su sueño, pero le dejaba acariciar las palabras con los labios en sus ratos libres. A fin de cuentas ese era el deseo de su alma.

Como soy un cuentacuentos, debería adornar con palabras esta historia hasta hacerla bella. Pero debo decir que no es necesario, una historia así es belleza en esencia pura, pero no como la del perfume, que perece en el cuello de alguna joven, sino que pervive en la memoria como algo extraordinario. Aquel día ella estaba agotada, apenas tenía tiempo de ver al chico con el que estaba por entonces. De hecho se sentía bastante desatendida, pero no lo suficiente como para luchar por más. De nuevo, cogió en autobús de vuelta a casa. Siempre buscaba dos asientos vacíos y se sentaba de forma que pudiese mirar desde su lado izquierdo a través de la ventana. No le gustaba compartir su trayecto, adoraba aquella fingida soledad. A veces leía y siempre escuchaba música. Pero aquel día un desconocido con el que ya se había cruzado en un par de ocasiones sin saberlo, se sentó a su lado. Ella le observó tímidamente. Algún interruptor se activó, porque los recuerdos bloqueados del sueño que había tenido la noche anterior se liberaron e invadieron su memoria, hasta tal punto que casi pareció perderse en ellos. El joven la miró del reojo, y reconoció a la chica que había estado mirando un día en el metro, a través de su propio reflejo en los cristales ahumados. Durante aquel otro encuentro ella había girado la cabeza cuidadosamente para ojear el libro de su compañera y él había aprovechado para mirarla en silencio. No se había sentido especialmente atraído por ella, en el sentido físico. De hecho su belleza era una belleza común, de rasgos típicos, color de pelo típico y labios típicos. Pero había algo en lo insondable de su mirada que comprendía de forma irracional. Algo lejano y profundo como el océano iluminado por la tenue luz de la luna. Y estaba desconcertado. Pero volvamos al autobús. Él la reconoció enseguida, la vio cansada y distraída como otras veces. No se había atrevido a hablarle en otras ocasiones, quizás porque temía deshacer con su interrupción aquel delicioso aspecto atolondrado que tanto le había gustado. Pero aquel era el día adecuado, lo sabía, desde que la vio y decidió sentarse a su lado. Así que se atrevió a mirarla directamente a los ojos y decirle un simple:
-¿Dónde vas?-
-A la playa.-
-Yo también.-Respondió él.-Voy contigo.-

Y sin pensarlo dos veces bajaron un par de paradas después para coger el tranvía a la playa. Las farolas de la calle se reflejaban sobre las vías del tren, como pequeñas luciérnagas anaranjadas formando filas. Casi parecía que iban a romperlas pronto cuando se acercaron a la parada de tranvía corriendo y riendo, con gran estruendo. Desvaneciéndose en su fragilidad de luciérnagas. Y podría decir que colorín colorado, que este cuento se ha acabado, que todo tenía sentido y que la vida era maravillosa…Pero aún quedan muchas páginas en blanco sobre la que debe correr la tinta de mis venas.

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