Una Olivetti


Como siempre, preciosa, tú has inspirado esto. Para ti es la música. Para mí son las palabras. Espero que sigamos compartiendo esto.



Los dedos nerviosos de mi anciano abuelo recorrían una vieja Olivetti. Recuerdo colarme despacito, sin hacer ruido y a hurtadillas por el pasillo de casa de mi abuela. Me asomaba tímidamente por la habitación chiquitita, un cuarto en el que mi abuelo dormía, pues le habían retirado a la cama pequeña. No por enfermedad ni por soledad repentina, sino por desgaste de matrimonio. Aquella cama que más tarde sería la mía. Recuerdo ciertas mañanas, en las que mi abuelo apretaba con fuerza las teclas, parecía casi que eran pequeños tamborileos, llenos de vida. La música más celestial, la del tabulador sonando en mis oídos, llenando el silencio que reinaba en la habitación: pues mi abuelo estaba escribiendo. Casi era una bendición saber que cambiaba de renglón, con aquel sonido característico de aquellas piezas que mi abuelo se molestaba en nombrarme. Saber que aquellas precisas teclas se enganchaban entre sí, se amaban tanto, aquellas letras, que no podían dejar de estar separadas. Pero mi paciente abuelo, con sus manos de rojo y republicano, de trabajador y soñador, las separaba y las obligaba a cumplir con su rutina diaria. Siempre igual: paciente y calmado, alegre y feliz delante de aquellas representaciones divinas que componen la palabra.

Una carta a algún familiar, una postal, quizás alguna pequeña poesía. Más bien nada y todo, por el hecho de pasar sus horas diarias delante de aquellas joya de color negro y metal que yo me moría por tocar. Y ahí, asomada detrás de la puerta blanca de cristal de la habitación azul, supe que aquello debía ser como tocar el cielo. No escribía grandes cosas, o quizás yo nunca las leí. Ni tan siquiera recuerdo la edad que tenía cuando decidí cruzar el umbral de la puerta y mirarle con curiosidad y devoción al mismo tiempo, quizás con las dos cosas entremezcladas y confundidas, unidas en un baile infinito que se posaba en mi mirada de niña. Quizás, al poco de nacer, cuando mi madre me llevó de bebé aquella habitación, ya escuchaba a mi abuelo escribir. Puede que ya escuchara las letras salir de lo más hondo del corazón palpitante de cualquier escritor del mundo, en mis sueños. Pero el caso es que mi pobre abuelo un día, cansado de verme rondar por allí llena de aquella emoción entre curiosidad y devoción, con su habitual sonrisa, me sentó sobre sus piernas mientras mientras seguía con su correspondencia diaria. Aquella habitación azul, luminosa y con balcón a una preciosa calle de un barrio céntrico de Valencia, se volvió uno de mis santuarios en aquella casa. El escritorio, grabado en mi memoria como si hubiera secuestrado un pedazo de realidad y lo hubiera inmortalizado en una fotografía, se convirtio en un altar. Un altar lleno de sellos y sobres, gomas y lápices, bolígrafos y papeles en blanco, siempre papeles en blanco.

Me explicaba el nombre de los señores de los sellos. Pues era otra de sus aficiones, coleccionar sellos que nunca enviaría, solo por el hecho de tenerlos todos en un álbum y mirarlos delante de la máquina. Habían fotografías que enviaba a vete tú a saber quien, primos o demás familiares que, ajenos a la creación de aquella magia, aquel milagro, recibirían en alguna parte del mundo. Pero yo fui especial, yo contemplé el sueño en primera persona. Vi cómo al mover sus dedos, y deslizar sus manos, cansadas y republicanas, familiares y cariñosas, aparecían letras, y luego palabras, en un papel que abrazaba una de las piezas de la máquina. Y las letras golpeaban en el punto exacto del papel, daban el golpe seco, como si de un parto se tratara, y allí yo veía como poco a poco, de esos pequeños nacimientos de vocales y consonantes, nacían palabras, y luego versos, y luego poemas. Y después: el mundo entero, aquel que nos enseñan los dioses.

En algún lugar de aquella casa, en la que tantos disgustos viví, encontré un poema. Estaba en uno de esos papeles que mi abuelo hacía abrazar a una de las piezas de su máquina, Estaba dobladito en dos partes, desgastado por el tiempo. Las esquinas no estaban en plena salud, pero me aventuré a leerlo. Por aquella época tenía como diez años. La verdad es que me sentía como un cazador furtivo en plena noche leyendo aquel trozo de papel, pues había aprendido a no leer los papeles de los demás sin permiso. Con gran sorpresa leí "dedicatoria a la nena". ¿Y esa era yo? ¿Cómo podía ser que mi abuelo, que ya no estaba, había escrito algo para mí? Me dio un vuelco el corazón cuando al siguiente renglón me encontré: "Para la niña Raquel Giménez Martínez". Sí, no había duda, aquello era para mí. Ponía mi nombre. No recuerdo ahora mismo los versos, solo sé que ponía algo de un ángel nacido en Valencia. Una lágrima resbaló por mi mejilla. Guardé las palabras en mi corazón, doblé aquel papelito que estaba tan viejecito y desgastado, casi tanto como mi abuelo lo hubiera estado si estuviera, y lo puse en una fundita de plástico que había cerca. No solo me enseño el camino hacia los dioses, sino que me regaló parte de su magia en un poema. No era sofisticado, ni usaba palabras de grandes poetas. Pero era mío y de mi abuelo, y era lo más sagrado que nunca nadie me daría.

Y hoy, día a día, recordando las cosas importantes de mi vida, aquellas por las que luchar y seguir adelante, me he dado cuenta de lo mucho que ha significado para mí esta pequeña bendición de la que he continuado bebiendo. Gota a gota, poco a poco, hasta en las épocas más oscuras, en las que un pequeño diario era lo único que me acompañaba, encerrada en mi cuarto, llenando de lágrimas. Casi a veces vienen y van juntas, pues creo que cuando el papel y las lágrimas se encuentran en el mismo punto es porque ha sucedido aquel nacimiento milagroso. Y el papel y las lágrimas se hacen hermanas. En la oscuridad, bajo la almohada de mi cuarto. En el altar de mi escritorio, como mi abuelo me enseñó, lleno de bolígrafos y papeles, fotos y sellos. Cartas. En el tren, en el autobús. A punto de decidir marcharme, con despedidas en las manos. Y siempre ahí, las benditas palabras que mi abuelo me regaló. Estas que nunca me han abandonado. Las mismas de las que bebo día a día y que regalo a los dioses la parte más sincera de mi ser. Estas que hoy comparto también con vosotros.

Comentarios

  1. Al ritmo de las teclas de una olivetti me enamoré yo de las letras y me quedé atrapada en su rollo, donde la máquina abrazaba al papel. Ahi me quedé yo y me imagino que ahi fué donde me encontré contigo y planeamos vivir esta vida juntas :)

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