Sábanas arrugadas


—Siéntate. Tenemos que hablar.
—¿No pretenderás que arreglemos el desastre de estos años en una sola noche?
—Dije que tenemos que hablar. No que fuéramos a arreglar nada, Ángel.

Las sábanas jugaban con las luces de la habitación y las curvas de la que todavía era mi novia. Que las cosas no iban bien era algo que ya sabíamos. El teléfono, recién colgado, aún tenía el sabor de la llamada que acababa de hacer al trabajo fingiéndome enfermo. No era la primera vez que me tocaba con sus alas y me bajaba al mismo infierno. Y ya no existían trabajos, ni clases, ni responsabilidades.

Me senté al borde de la cama. agarrándome como si del precipicio mismo se tratara. París hacía rato que se había despertado y Monique tenía los ojos hinchados, Una noche de sexo de reconciliación no bastaba. La miré de lejos mientras se incorporaba, aún con el sabor de sus besos en mi boca. Se irguió como una reina en su trono y me dedicó la mirada más dura que tenía. 

—¿Qué he hecho esta vez?—Monique cogió la almohada y comenzó a golpearme con ella sin aviso.
—¿Qué has hecho? ¿Más bien qué no has hecho?

Me quedé quieto hasta que se calmara. Lloró, sollozó y se marcó la cara con las manos de desesperación. Fui a la cocina a por dos cafés. Era mi manera de decir que lo sentía. Y si bien no había algo que podía determinar mi culpa, o más bien, un acto de crimen, ya sabía a qué se refería. ¿qué sucede cuando dejas a una planta o a un ser vivo desatendido mucho tiempo? Pues eso nos había pasado. Al pricipio, Monique fue la risa, los juegos, la diversión. Nunca tuvimos nada serio. Creo que ninguno de los creíamos en la relación y de todas formas ¿quién esperaba que llegara alguien más que me hiciera sentir vivo? Pues esto le pasó a Monique, era la niña a quien no le habían hecho caso por mucho rato. Al final terminaba pataleando y llorando.

—Perdóname, creo que te hice bien el café.—me disculpé cuando llegé al cuarto. Intenté sonreír para ver si se había calmado.

Suspiró, mirando los rayos de sol que ya comenzaban a hacer su recorrido perpendicular desde la ventana hasta la cama. Se tapó con la sábana y siguió llorando. Verla tan pequeña y frágil me hacía recordar cuando estaba de verdad enamorado de ella. Supe que era el momento de acercarme y abrazarla.

—Ángel....—Se acurrucó en mí reducida a una chiquilla.
—Dime, amor.
—¿Tú me quieres?—en sus ojos parecía haber estallado un cataclismo
—Claro que te quiero. Eres idiota. ¿Qué clase de pregunta es esta?

Y con su mirada de salvados y tirándonos al río, me cogió de la mano. No parecía haberse contentado con mi respuesta.

—No digo eso.—respiró hondo y se sonrió.—No me llames idiota. Sé de qué hablo. Digo si tú me amas.

Por un momento el mundo se paró. Parecía como si las motas de polvo que volaban en los rayos perpendiculares del sol sobre la cama se hubieran congelado. ¿La amo? Reumbó en mi cabeza la idea estúpida de mentir. Ella entendió. Éstas respuestas no deberían tardar más de cinco segundos. O el aleteo de una mariposa. Monique sonrió y aquella fue la última vez que la veía regalarme su sonrisa en muhco tiempo. Era hora de decirle que me había enamorado de alguien. Sabía que le iba a romper el corazón. Pero tenía que afrontar que no podía sacarme de la cabeza a una perfecta desconocida con quien me había cruzado un par de veces en medio de un París anónimo.

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Siéntate y háblame. Si quieres puedo prepararte un café o un té. Nos podemos perder en sus líneas.

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